Por Alejandro Ippolito (Observatorio de Medios, FACSO UNICEN)
En los islotes dominados por el sinsentido que sobresalen apenas de la sustancia líquida de la subjetividad prosperan la ignorancia y la furia. Ambas son socias frecuentes, partícipes necesarias en los arrebatos feroces de un sector social puramente emocional, digitalizado, adiestrado por los medios hegemónicos como el famoso perro de Pavlov. Aquel animal respondía al sonido de la campana babeándose a la espera de alimento, la asociación era simple: la campana sonaba, ergo, iba a comer. Con los medios de comunicación y ciertas audiencias elementales sucede lo mismo, se presentan algunos estímulos básicos, previamente señalados y repetidos de forma permanente, y los seres adiestrados babean y ladran.
No media la razón en ese ejercicio, la experiencia es puramente sensorial, límbica, tensa las cuerdas de un instrumento que toca siempre la misma nota.
Pero incluso esa relación enfermiza de ciertas audiencias con los medios en los que confían y a los cuales responden ciegamente, necesita de una justificación. Para odiar desmesuradamente, para ocultar el rostro monstruoso y deformado por la furia, se necesita maquillaje, una máscara oportuna que nos salve de la visión brutal de la propia imagen reflejada obscenamente. Y para eso están los medios hegemónicos. Desinformar, engañar, falsear la realidad, extorsionar y promover acciones temerarias, no son el fin sino el antecedente.
Para explicar esto debemos retroceder algunas décadas en el calendario para adentrarnos en un capítulo profundamente oscuro y siniestro de nuestra historia. En una nota de Diego Martínez, publicada en Página/12 el 27 de Julio de 2015 que lleva por título “Las sotanas del terrorismo de Estado” se asegura que: “La dimensión religiosa del terrorismo de Estado estuvo presente en las diversas fases y con diferentes intensidades: convenciendo de la peligrosidad ideológica y material del ‘enemigo subversivo’, intensificando las ideas de ‘crisis moral’ y ‘guerra justa’, excitando a las Fuerzas Armadas a la toma del poder, acompañando su accionar represivo, avalando teológicamente los métodos clandestinos o instando a los detenidos a la delación”. En la misma nota se señala que “El historiador Lucas Bilbao y el sociólogo Ariel Lede, autores del primer estudio sistemático sobre el vicariato castrense a partir de los diarios del provicario Victorio Bonamín, precisan en un informe entregado a la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad que “al menos 102 sacerdotes ejercieron su trabajo pastoral en unidades militares donde funcionaron centros clandestinos” y advierten sobre la “participación necesaria” en delitos de lesa humanidad de quienes a sueldo del Estado sedaban las conciencias de los torturadores y los ayudaban a obtener información de los secuestrados.”
Citamos esta nota periodística porque creemos que hay una simétrica relación entre lo que se refiere a estas caricias celestiales que eran proporcionadas como un exorcismo para las atribuladas mentes de los chacales entregados a la tarea de destrozar y desaparecer personas y la necesaria justificación que otorgan los medios hegemónicos a aquellos a los que les encomienda la tarea de odiar al enemigo designado en cada jornada.
Sostenemos sin temor a equivocarnos que hay una tarea permanente que consiste, simbólicamente hablando, en mantener las brasas encendidas de una hoguera que fue iniciada hace mucho tiempo. Con un soplido al día basta, un golpe de aire que renueve la chispa de un rencor que ya ha sido instalado en ciertos sectores de la sociedad y que no necesita mayor estímulo que alguna palabra clave, una sigla, un eslogan o apenas una letra para desatar su furia incontenible.
Pero también es imprescindible otorgar el perdón, la bendición mediática para calmar las voces interiores de quienes sientan algún atisbo de remordimiento por celebrar, por ejemplo, la muerte de un niño de 12 años por un disparo policial por la espalda. Es necesaria una tarea evangelizadora de los operadores mediáticos sobre las audiencias para encontrar la paz interior frente a la barbarie, los despidos masivos, el hambre, la miseria, el endeudamiento, la cárcel injustificada, el gatillo fácil.
“Construir al enemigo” fue una conferencia dictada por Umberto Eco en la Universidad de Bolonia, el 15 de mayo de 2008. Allí el notable semiólogo italiano advierte que “Tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo” (Eco, 2012, p. 15).
Esto nos ayuda a entender algunas de las cuestiones fundamentales que explican la prosperidad de las Fake News y una especie emparentada con este tipo de noticias que denominaremos Hate News o noticias de odio. En principio comprendemos que las Fake News son construcciones noticiosas maliciosamente falsas, desarrolladas con el interés central de engañar a los receptores en favor de algún interés particular de quien las genera. El lector advertirá que no toda noticia falsa es necesariamente una Fake News, ya que el vértigo por obtener una primicia o por ser los primeros en dar a conocer una novedad puede llevar a un medio a difundir una noticia que no tenga relación directa con los hechos, pero eso será producto de la torpeza y no de la mala intención.
En cambio, las Hate News son noticias que pueden estar basadas en hechos reales o no pero que se caracterizan por la utilización de adjetivaciones negativas, expresiones de rencor o desprecio hacia algún individuo o grupo social determinado, imágenes con connotaciones despectivas, asociaciones maliciosas y demás elementos que funcionan como la campana del perro de Pavlov de la que hablamos al comienzo. Disparadores insultantes basados en prejuicios establecidos como verdades, repetidos a lo largo del tiempo como para ser reconocidos de inmediato por el público objetivo.
Operadores de prensa alineados tras el conglomerado de medios hegemónicos utilizan las Hate News para justificar cualquier acción punitiva sobre el enemigo designado, cumplen una función similar a la de los capellanes que tranquilizaban las conciencias de los torturadores, les otorgan el perdón por sus acciones a todos aquellos que celebren un acto despiadado, desde un escrache hasta un linchamiento, la represión brutal, el ataque a indigentes por parte de fuerzas policiales porteñas, la destrucción de un medio de comunicación no obediente como Tiempo Argentino, por ejemplo o el despido de más de 3.000 trabajadores de prensa críticos de los regímenes neoliberales. Todo queda perdonado, todo remordimiento emergente se suprime con la bondadosa caricia del operador que previamente nos ha enfurecido.
Las Hate News son un recurso recurrente en notas de opinión y editoriales, y también se utilizan para condimentar títulos estridentes que carezcan de suficiente soporte de pruebas para ser justificados. La granada se arroja desde los portales de estos medios dominantes pero la onda expansiva llega a las redes sociales donde se replica y se multiplica en formas diversas y continúa su tarea destructiva bajo la forma de un subgénero discursivo que son los comentarios. Allí es donde encontramos el cénit del desprecio y la furia, batallas dialécticas de una beligerancia llamativa en forma de diálogo exaltado. Insultos, golpes al vacío, amenazas y todo un decálogo de frases hechas y estereotipos enrostrados sin medida.
Y ese es el fin, lo que marca el éxito o el fracaso de una especie noticiosa arrojada contra el vidrio de una sociedad en carne viva. Mantener viva y humeante esa brasa que divide para que reinen los de siempre. La tarea de los verdaderos periodistas es retomar la esencia de la profesión con un profundo compromiso con la verdad, una ética sin fisuras y respeto por los destinatarios de cada mensaje. Debemos unificar dos conceptos de manera indisoluble, la libertad de expresión debe fusionarse con la responsabilidad de expresión para devolverle al periodismo su razón de ser.